Escrutaba el fondo del mar e inmediatamente imaginaba la máscara yel equipo que debían llevar los buceadores. Veía cómo trabajaban los hombres y meditaba sobre las máquinas que podrían aliviar su esfuerzo, anticipándose a la cibernética de hoy.Leía las obras de los filósofos antiguos y adquiría una sapiencia natural y profunda que entusiasmaba a cuantos le escuchaban. Era pobre pero se las arreglaba, gracias a la generosidad de sus admiradores, para vivir como un príncipe. Era hermoso, alto, fuerte, podía torcer con sus
manos una herradura, y al mismo tiempo elegante, delicado y refinado. Pero sobre todo era bueno, sin arrogancia, y estaba siempre dispuesto a ayudar a los demás. Amaba y admiraba la vida, descubriendo en cada cosa su aspecto más bello o más noble.
Era un amante de la naturaleza; hoy día se le consideraría un ecólogo. Planeó una ciudad ideal, llena de espacios verdes, atravesada por canales y con calles que pasarían por encima y por debajo de las casas. Amaba a los animales: si encontraba un pájaro enjaulado, lo compraba para ponerlo en libertad. Reconocía por doquier la "maravilla del Universo" y la presencia de su Creador o "Primer Motor", como él lo definía. Leonardo era, sin duda alguna, un hombre del futuro: el primero y el más convencido ciudadano del mundo. A los treinta años se trasladó a Milán, a la corte de Ludovico Sforza (llamado "el Moro"), quien había pedido a Lorenzo el Magnífico que le recomendará un escultor para que construyera un monumento a la memoria de su padre Francisco Sforza.
De su arribo a la capital de Lombardia y de su primer encuentro con Ludovico nos ha quedado una carta extraordinaria que el artista envió al Duque de Milán poco después de sullegada. En ella enumera Leonardo todas las cosas que era capaz de
hacer, ante todo máquinas para la guerra. Luego afirmaba que sabía de escultura, arquitectura y pintura más que cualquier otra persona y desafiaba al Duque a someterlo a prueba. El riesgo era grande: Ludovico habría podido hacerlo encarcelar acusándolo de ser un visionario insolente, pero en lugar de ello lo mandó llamar, lo escuchó y le encomendó la realización del monumento a su padre, nombrándolo además "ingeniero ducal".
Fue en Milán donde Leonardo reveló otra pasión secreta: la de organizador de espectáculos o, para emplear una expresión moderna, la de director de escena. La "Fiesta del Paraíso", celebrada con ocasión de las bodas de Juan Galeazzo Sforza con Isabel de Aragón, y la "Justa", para las de Ludovico el Moro con Beatriz de Este, fueron memorables y aun queda recuerdo de ellas.
manos una herradura, y al mismo tiempo elegante, delicado y refinado. Pero sobre todo era bueno, sin arrogancia, y estaba siempre dispuesto a ayudar a los demás. Amaba y admiraba la vida, descubriendo en cada cosa su aspecto más bello o más noble.
Era un amante de la naturaleza; hoy día se le consideraría un ecólogo. Planeó una ciudad ideal, llena de espacios verdes, atravesada por canales y con calles que pasarían por encima y por debajo de las casas. Amaba a los animales: si encontraba un pájaro enjaulado, lo compraba para ponerlo en libertad. Reconocía por doquier la "maravilla del Universo" y la presencia de su Creador o "Primer Motor", como él lo definía. Leonardo era, sin duda alguna, un hombre del futuro: el primero y el más convencido ciudadano del mundo. A los treinta años se trasladó a Milán, a la corte de Ludovico Sforza (llamado "el Moro"), quien había pedido a Lorenzo el Magnífico que le recomendará un escultor para que construyera un monumento a la memoria de su padre Francisco Sforza.
De su arribo a la capital de Lombardia y de su primer encuentro con Ludovico nos ha quedado una carta extraordinaria que el artista envió al Duque de Milán poco después de sullegada. En ella enumera Leonardo todas las cosas que era capaz de
hacer, ante todo máquinas para la guerra. Luego afirmaba que sabía de escultura, arquitectura y pintura más que cualquier otra persona y desafiaba al Duque a someterlo a prueba. El riesgo era grande: Ludovico habría podido hacerlo encarcelar acusándolo de ser un visionario insolente, pero en lugar de ello lo mandó llamar, lo escuchó y le encomendó la realización del monumento a su padre, nombrándolo además "ingeniero ducal".
Fue en Milán donde Leonardo reveló otra pasión secreta: la de organizador de espectáculos o, para emplear una expresión moderna, la de director de escena. La "Fiesta del Paraíso", celebrada con ocasión de las bodas de Juan Galeazzo Sforza con Isabel de Aragón, y la "Justa", para las de Ludovico el Moro con Beatriz de Este, fueron memorables y aun queda recuerdo de ellas.
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